
Del libro apócrifo de los pseudo profetas caídos.
Capítulo ?:
El vagabundo poseído.
(Una nueva pseudo profeta).
Le miré instintivamente entre la multitud, por su destacada determinación al caminar, se esforzaba por aparentar estar relajada y ser natural, pretendía pasar desapercibidas sus intenciones; que llevaba consigo un puñado de limosna.
Llegando a donde él, extendió su mano en dirección al indigente ofreciéndole la ofrenda, pero este la ignoró completamente, su presencia no lo inmutó siquiera, ni un diminuto gesto le había producido.
Ella hizo hincapié nerviosa, asegurándole que de algo le serviría dicho dinero, él no le contestó, permaneció sentado con su mirada perdida en la nada. Entonces, avergonzada e indignada, puso sus manos en la cintura, tomó orgullo por bocanada y aseveró:
—Bueno ¿dime de que otra forma te puedo ayudar?
No hubo respuesta por parte del vago. Tuve la necesidad de intervenir, así que me acerqué a ella sin vacilar, la tomé suavemente por el hombro y le dije:
—En serio te digo, lo que coma este hombre entrará por su boca y al cabo de unas horas saldrá por otro lado. Lo que él necesita pues; no es algo desechable, sino algo que ni tú ni yo podemos darle, en realidad es un desafortunado inconveniente.
Nos alejamos un poco de aquel sujeto. Ella dijo por sorpresa con una pequeña reverencia:
—Dígame, Señor ¿de qué manera puedo ayudar a ese pobre hombre?
Debió de creer que yo era alguna especie de “santo”, me sonrojé y enseguida le corregí con una sonrisa temblorosa.
—Oye, no me llames “Señor”, solo era un consejo —Mi postura fue como la de un niño torpe, opuesta totalmente a la primera impresión que le causé.
—¡Entonces eres un ángel! —dijo fascinada con la idea de que estaba delante de una presencia celestial que supervisaba su buena obra del día.
—No, no, para nada, aunque me halaga, pero quizás yo soy quien debería llamarte así.
Se hizo la desentendida a mi intento mediocre de piropo, e ignorando eso último dijo adoptando un semblante firme:
—¡Entonces no te metas! —Me echó una mirada fulminante de “pocos amigos”, decepcionada continuó— Solo quería aportar mi parte, pero él no la ha aceptado.
—¿Ya lo has olvidaste? —Le referí suponiendo que conocería un poco de las escrituras sagradas— Si tuviéramos la fe de un grano de mostaza no solo lo sanaríamos física y mentalmente, además le daríamos la paz espiritual que es lo que realmente necesita, y cambiaríamos totalmente su vida, no con fortuna, no con comida, ni con vestidos o calzados, ni con palabras, sino con revoluciones; huracanes y revoluciones.
—¡Claro, eso es! —Chasqueó los dedos con emoción como si al instante una revelación hubiese tenido.
Se dio la vuelta motivada y afrontó de nuevo al vagabundo, esta vez delante de él, interceptando el camino de su mirada perdida en lo alto, persistió:
—Dame tu nombre por favor.
No sé exactamente lo que buscaba, pero la observé curioso tal cual gato embelesado con una mariposa que revoletea. Sin embargo, conforme los segundos en silencio se tensionaban, el sujeto comenzó a reaccionar de forma extraña, pues ella era un “muro” delante de él, y para él a lo que Diógenes quizás; era ella un “Cesar” que le ocultaba el sol, por eso supuse que las cosas no saldrían bien.
—Por favor, sé que no puedo hacer mucho por ti, solo quisiera escuchar tu nombre y no te molestaré más…
Debo de reconocer que esa chica tenía muchos valores destacables como para no avergonzarle el hecho de ser un espectáculo para los transeúntes que como víboras bisbiseaban en círculos a nuestro alrededor.
Así antes de que ella terminara su discurso el hombre pegó un gemido mudo de molestia, se puso de pie y con manotazos pretendía alejarla, ella se tambaleó del susto y a pesar de su mirada de sobresalto se contrapuso, esta chica le había dado una orden a su cuerpo; no se movería de ahí, había decidido confrontarlo.
Atemorizada y rígida como una vara, frágil tal cual señorita, como rama fácil de quebrantar, pero con un espíritu tan de alta nobleza que estoy seguro que Él estaba a su lado, y no permitiría que nada malo le pasara.
No se necesita ser sabio para comprender que aquella joven tenía un gran corazón con buenas intenciones, pero que pecaba de cierta imprudencia también; la situación podría escapársele de las manos.
El hombre de pésimo olor, de ropa deshecha y de mal genio, le gritaba casi en la cara a la chica de piel blanca y de vestimenta como la de las muñecas, una escena un poco antihigiénica, pero les puedo asegurar que ni un copo de caspa le acariciaría por más que él se acercase a ella.
Obstinada no se movía por más alaridos que diera el vago, entonces asentando de golpe el pie, dio un paso adelante e intentando mantener sus parpados abiertos, ella insistió:
—¡Dame tu nombre por favor, sé que me puedes entender, ahí debes estar!
Pero el dio un terrible grito que a todos nos hizo pensar que la seguridad de la chica estaba en riesgo, pero ¡lee bien!; nadie hacía nada al respecto, solo miraban, solo mirábamos atentos.
¿A qué se refería con “ahí debes estar”? Ella hablaba de ese sitio más oscuro y misterioso que un agujero negro, donde el alma del hombre oprimido yace acurrucado agonizante; en los parajes de la mente.
Necia y resquebrajándose, la chica no retrocedió, solo le dijo perseverando esta vez con sus ojos cerrados:
—¡Intenta de nuevo!
Y él con rabia, así le contestó:
—¡LÁRGATE!
Cualquier religioso extremista pensaría que ese hombre estaba poseído, que esa voz desgarradora y profunda provenía de un demonio, yo pienso que ese hombre no había hablado en tanto tiempo que su garganta estaba estropeada.
Pero los “peros” redundantes de nuevo vienen, como un disco rayado, como una mala broma que intenta ser optimista, como un cupón desilusionante no premiado; en voz alta y quebradiza ella se empecinó:
—¡Sigue participando!
Hasta este punto ¿puedes verlo como yo lo veo? Estamos hablando de un simple gesto, tan complejo a su vez que no lo hallas a menudo, pero recalco; ¡es tan simple!… Se trata de algo de humildad, empatía, fe… Devoción.
Esa nostalgia de un día de lluvia suave con oscuras nubes y de viento fantasmagórico, que te hace contemplar resignado el cielo y recibir sus gotas de agua fría en el rostro; así es como se me manifestó su corazón, así se me reveló lo que él sentía, lo que él había experimentado.
Por ello te lo señalo; esa mujer no es el centro de esta historia, lo era más bien ese hombre, al que pocos le dedican su patético tiempo o una apática mirada.
¿Soy solo yo o es que alguien más sabe leer entre líneas? ¿Es solo ella parte de la ficción o es que alguien más lee los labios del espíritu? Yo escuché a su silencio dar un grito.
Y pude ver por qué ella se encaprichó, pero tan mediocres somos, tan impotentes, ¡tan insignificantes!; que no podemos retribuirle nada de valor transcendente a esas personas abandonadas, así que la chica sabía que al menos a su tumba le gustaría llevarse el recuerdo de ese hombre, de alguna manera saber que “fulano de tal”; existió.
A veces solo eso podemos hacer, honrar las memorias de los que no tienen registro, de los que en la nada común flotan con otros cadáveres, en las órbitas huecas del cráneo de esta sociedad.
¡Que hipócrita me siento escribiendo esto! Me enferma tanto que sea así, pero si eres capaz de entenderlo vale la pena dejar un testimonio de ese día, entonces te pido que insistas en escuchar sus nombres, como ella lo hacía.
Después de todo, la joven no se movió:
—Si quieres que me vaya solo dime tu nombre, lamento ser una molestia.
Se le llenaron sus ojos de lágrimas pero se hacía la fuerte. El sujeto ignorándola prefirió alejarse, ella dejó escapar el aire de su boca, desplomó su postura y se secó las pocas lágrimas. Al darse la vuelta evadimos las miradas.
Y conforme se opaca la escena, tras los ecos de los pies que se arrastran, escuchamos su nombre con ese énfasis de alivio característico de un ser resignado pero conmovido:
—Yehohanan, me llamo Yehohanan.
Esa voz ronca pero sutil, ella lo había conseguido, seguro no perderemos su nombre, al menos nos gustaría dejarle esa seguridad, que habrán dos personas que le recordarán, que sabrán que un tal “X” pasó por esta tierra, vivió sin gloria alguna y murió sin haber aportado nada al mundo.
¿Por errores que él mismo cometió? No lo sé, al menos yo no me atrevería a juzgarlo, esa parte no me interesa, esos argumentos no los pondré en mis labios.
Quizás esa es la satisfacción que buscaba, impotente de no poder hacer nada más, cualquiera desearía transmitir a ese ser humano, hermano nuestro, hijo de un mismo Dios que nos ha dado la libertad y con ella vuelo a la historia que la humanidad decida crear; que lamentamos de todo corazón no tener la suficiente fe para llevarle salvación.
Pero eso no cambia su suerte, no cambia nada para él.
Porque bien podría ser que nuestras acciones son reflejo de nuestra soberbia, y él lo sabe, y él puede pensar: “Yo no quiero ayudar a nadie con su salvación, pues no soy el tipo al que le arrojes una moneda para quedar bien con tu dios”.
Y él tendría razón, su desdicha no desaparece tras tu suspiro de alivio por haber cumplido con tu deber de “ciudadano misericordioso”, por cumplir con tus preceptos establecidos o llenar tus expectativas morales.
"¿Así es como te retocas la corbata de la fe delante de tu dios?"; eso es lo que él piensa y se dice: “Son unos hipócritas, no buscan ayudarme, buscan adulación de sus dioses, pero dios no existe, no para mí y por lo tanto para nadie más”.
Y él no se equivoca, o por lo menos yo no osaría corregirlo, ¿con qué argumentos lo haría? ¿Diciéndole que Dios es amor?; él no lo entendería y personalmente yo me sentiría como un idiota diciéndole eso a alguien que no ha conocido más que la miseria humana, ¡vaya dilema!
Yo no me atrevería juzgarlo, pues antes de eso yo debería ir a juicio, ya que seguimos siendo unos impertinentes incapaces de sanar el espíritu de ese hombre.
En aquel entonces, el ángel del Señor me instruyó bajo estas reminiscencias, como recuerdos vívidos, una bilocación lúcida en momentos históricos del pasado, donde yo tomaba el lugar de uno de los oyentes de estas sentencias:
“¿Hasta cuándo tendré que soportarlos?” (Mat.17:17)... “¿En dónde quieren que les golpee ahora?” (Isaias1:5)... “Hombres de poca fe”.
No sé qué más aportar al respecto, si tan solo tuviéramos la fe de un grano de mostaza, solo uno de sus granos, ¿tienes idea de cuánto mide uno de esos granos?, sin vergüenza de mí dando estos sermones, sin vergüenza de mí haciéndome llamar cristiano.